lunes, 14 de agosto de 2017

Cuaderno de agosto VI

En mi afán de buscar la perfección y de dar soluciones a los grandes problemas de nuestro mundo, siempre tan convulso y relativo, les quería llamar la atención en el día de hoy de una circunstancia que se manifiesta más de lo debido y de la que nadie se ha ocupado: las luces que se encienden y apagan automáticamente.

Estoy seguro que, en más de una ocasión, han entrado ustedes en alguna estancia dotada de esta innovación domótica. Es especialmente común en los aseos y plantea retos a los que es complicado responder.

El caso es que, al entrar en la estancia, causa gran glamour, e incluso sensación de poder, que se ilumine de forma automática. Mientras se decide por qué urinario será el afortunado y se ocupa la efímera y aliviante estancia no pasa nada. Pero, pasados unos segundos, la luz se va y uno vuelve al estrato social del cual procedía. Siendo uno maestro de pueblo, háganse cargo del descenso.

La solución no es fácil, y depende de la pereza del sensor. En algunos casos un leve movimiento basta para volver a la vida, pero en otros casos es necesario realizar verdaderos contorsionismos o coreografías dignas de los videos musicales más punteros. De hecho, yo he llegado a bailar moviendo insinuosamente la pelvis y moviendo la mano no sujetante alternativamente a izquierda y derecha hasta que la luz ha vuelto. Y menos mal que no suelo utilizar los baños públicos para las aguas mayores, porque entonces no sé cómo me habría apañado.

Desde mi modesto punto de vista, hemos de crear un grupo de trabajo, si no una comisión delegada, que pueda encontrar soluciones adecuadas a este problema. Esta en nuestras manos un mundo mejor para nuestros hijos.

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