lunes, 4 de junio de 2012

El vendedor

Llegó al centro de la plaza, que estaba muy concurrida, pues era día de mercado. Sin que nadie se diera cuenta, desplegó su chiringuito en mitad de la misma. Y se quedó en su taburete, sentado, siguiendo con la mirada a todos los que estaban allí. Poco a poco, los paseantes se fueron ralentizando, como sintiéndose observados, y quedaron quietos ante él, como si les hubiera dado una droga irresistible.

Se arremolinaron formando un semicírculo perfecto, cada vez más lleno de gente que acudía, entre sorprendida y apurada, entre curiosa y escéptica. De repente, se hizo el silencio y, con voz potente, comenzó a hablar, glosando las virtudes de su producto. Al principio nadie parecía creerle, pero ninguno de los allí presentes se atrevía a moverse, con tal de no recibir alguna de las miradas de las que ya habían sido objetos. Todos asistían embelesados a sus palabras, como si de los oídos pasaran directamente al torrente sanguíneo. Palabras que iban alcanzando cada uno de los órganos de los cuerpos que allí se congregaban. Gradualmente, la audiencia se embobaba, los labios expresaban el pasmo que producía aquél espectáculo. Los ojos y los oídos no podían engañar a la vez. ¡Como resistirse!

Fue en el justo momento en el que perdí el control. Algo debió hacer nuestro admirado que corrimos todos hacia el, quitándole de las manos aquello que tanto promocionaba. Me pareció barato que aquella maravilla sólo costara unas míseras monedas. Y corrí a casa a disfrutarlo. Tan pronto como llegué salí a la ventana, abrí el recipiente y vi salir del mismo un vapor negro que se evaporaba al cielo.

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