viernes, 29 de junio de 2012

La contracrítica

La cita era esta tarde a las 7. Había estado ensayando los famosos bajos de Yesterday. En el ensayo de ayer no me sonaban muy bien, pero por separado sí, al menos en lo que a mi humilde oído respecta. Camino del teatro, vinieron a socorrerme en un coche blanco. Y allí que llegué.

En el teatro, mis compañeros de actuación, tanto de la primera como de la segunda. El escenario estaba vacío y empecé a sentir algo de miedo, ese miedo que se siente antes de aquello que se sabe cierto pero lejano y que se podría evitar sin peligro. Pero sin determinación no hay premio.

Subimos con nuestra profesora a los camerinos, donde el calor era asfixiante, para dar los últimos toques a la actuación. Una vuelta más al Canon y pulir Yesterday. Todo sale más o menos según lo previsto. Pero me llaman para ensayar con la batería. Busco un taburete y un atril y todo sale como siempre. Está muy trillado.

Un bullicio me sorprende. Niños que llevan sillas e instrumentos, una nube de atriles que se precipita por la superficie del escenario, profesores que dan los últimos toques... Vuelvo de nuevo a donde las guitarras y, esta vez sí, queda todo visto para la sentencia del público.

Colocamos las guitarras en fila para el último afinado. Pululamos por lo que no se ve, mientras nuestros compañeros van saliendo al escenario a sus respectivas actuaciones. De repente, nuestra profesora coloca las sillas y es hora de salir. Me olvido del pie para ayudarme y, sin darme cuenta, estoy sentado en el escenario, al lado de mi tocayo, a punto de comenzar. Tiro las partituras al suelo. Probamos sonido. Y comenzamos.

Todo va bien. Mis dedos no están demasiado torpes para el arpegio, salvo que el cambio de do a sol no lo puedo hacer sin que mi mano derecha sienta algo de pelusa, así que decido quedarme en do y me propongo como ejercicio para el verano el cambio de acordes. Acaba el canon casi mejor que en los ensayos y pasamos a Yesterday, con sus famosos bajos. Me pierdo en algunos momentos pero se incorporarme. Y me alegro del trabajo del año: haber aprendido solfeo de batalla.

Acaba la primera parte. Saludamos y salimos del escenario. Guardamos las guitarras y busco a mi compañera para la siguiente actuación, justo detrás de los alumnos de percusión. Estoy tranquilo. Echo de menos aquellos nervios de la primera vez, quizá porque ahora estoy acompañado y mis fallos disimulan más.

Nos toca. Intento ver quien hay abajo, pero los focos me ciegan. Quizá es una ayuda, pues así practico la archiconocida estrategia de, si estás nervioso, piensa en que no hay nadie o la gente está desnuda. Comenzamos las tres piezas y todo va como un reloj, aunque algún golpe doy de más. Me acuerdo de Luis: Nadie sabe cómo es el tema, sólo tu. No olvides esa ventaja.

Acabamos y salimos por el lateral del escenario. No deja de ser cruel la vida del artista, pues estamos a un paso de la calle. Volvemos a entrar de nuevo por la puerta principal a disfrutar de la actuación de nuestros compañeros.

Y, al final, el mejor premio. Una bolsa de chucherías.

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