domingo, 10 de febrero de 2013

Momento

 “La juventud era el tiempo de la felicidad, su estación única, llevando una vida ociosa y exenta de preocupaciones, parcialmente ocupada por estudios poco absorbentes, los jóvenes podían dedicarse sin límites a la libre exultación de sus cuerpos. Podían jugar, bailar, amar, multiplicar los placeres. Podían salir de madrugada a una fiesta, en compañía de las parejas sexuales que se hubieran buscado, para contemplar la tétrica fila de empleados que acudían al trabajo…Más adelante, cuando fundaran una familia, cuando entraran al mundo de los adultos, conocerían las preocupaciones, el trabajo duro, las responsabilidades, las dificultades de la existencia; tendrían que pagar impuestos, someterse a trámites administrativos sin dejar de presenciar, avergonzados e impotentes, el deterioro irremediable, de su propio cuerpo; sobre todo, tendrían que mantener hijos, como enemigos mortales, en su propia casa; tendrían que mimarlos, alimentarlos, desvelarse por sus enfermedades, garantizar los medios de su instrucción y sus placeres, y, a diferencia de lo que ocurre entre los animales, todo eso no duraría una sola estación, sino que seguirían siendo esclavos de su progenitura hasta el final; el tiempo de la alegría habría terminado para ellos de una vez por todas, tendrían que seguir pensando hasta el final, en el dolor y los problemas crecientes de salud, hasta que ya no sirvieran para nada y los arrojaran directamente al cubo de basura, como viejos molestos e inútiles. A cambio, sus hijos no les estarían en modo alguno agradecidos, al contrario, sus esfuerzos, por encarnizados que fueran, nunca se considerarían suficientes, y hasta el final y por el mero hecho de ser padres los tendrían por culpables. De esa vida dolorosa, marcada por la vergüenza, quedaría despiadadamente desterrada toda felicidad. …Ése era el verdadero significado de la solidaridad entre generaciones: consistía en un puro y simple holocausto de cada generación en beneficio de la siguiente, un holocausto cruel, prolongado, y que no iba acompañado de ningún consuelo, ningún alivio, ninguna compensación material o afectiva…” (Michel Houellebecq “La posibilidad de una isla”)

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