lunes, 4 de noviembre de 2013

El bosque de la Alhambra

Tocaba ya salir de allí. Esta vez, el guardia sí me hizo esperar. Los coches subían, ordenadamente, hacia el cementerio, como una procesión de colores que pasaban sin pausa. Bajé de nuevo por el parking, con árboles en vez de cubiertas.



Algo menos de bullicio en donde las entradas. Sería quizá por la hora. Y ningún autobús de turistas cargando o descargado. El mismo vendedor de los parasoles, usando su cabeza como escaparate. Llegué hasta la barrera que custodia la entrada al recinto alhambreño. No hace mucho se podía pasar por ahí, siempre que conocieras el camino adecuado. Y, además, en un momento se llegaba a casa. Unos turistas franceses llegan en su coche. Quieren entrar hasta el parador. El guardia les indica, pero llama por radio a su compañero, porque no se fía de la pericia del conductor. Tras apuntar la matrícula, les abre la barrera. Los taxistas tienen más suerte, tienen apertura automática tras reconocer la placa.



A pesar de haber acera decido ir por donde los coches. Quiero ver amarillo en las hojas, pero me tengo que conformar con un verde algo mustio. No se puede tener luz y color. Hay que elegir. Quedan a la derecha viejos hoteles abandonados, algunos edificios que ya no se usan. Se deberían cuidar esos detalles en un sitio como este.

A pesar de la época del año, apenas hace calor. Incluso aquí, donde siempre hace algo más de fresco. La rebeca de hilo está en su punto justo. Abriga, pero sin molestar.




Tomo el desvío de la izquierda, en donde está la cascada, y entro por la puerta de los coches que, si bien es la menos espectacular, sí es la más práctica. Además, siempre hay que ir de menos a mas



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