lunes, 25 de noviembre de 2013

La crisis de la fregona

Estaba yo esta tarde, tan tranquilamente, pensando en mis cosas mientras fregaba que, de repente y sin previo aviso, un "¡Crack!" hizo que mi cuerpo perdiera la perpendicularidad con el suelo. Todavía sobresaltado por la virulencia del ruido, me di cuenta de que la causa del mismo fue que se había roto la fregona. Y era una pena, pues estaba ya casi acabando.

En esos momentos no sabes qué hacer. Estas cosas se rompen cuando menos te lo esperas y ya no estamos acostumbrados a eso. Ahora hay programas que te dicen, por ejemplo, cuando se te van a acabar los megas y tu te despreocupas y vives alegremente sin darte cuenta de que no todo funciona así. Todavía, creo, no hay fregonas que te avisen de que has llegado al 80% de estrujones admitidos por la misma. Así que no me quedaba otra que, si quería acabar con la limpieza de la casa, ir a por otra fregona. Intenté sustituir el palo por otro que tenía en casa, pero vi que era para otro sistema operativo, digo, para otro tipo de marca concreta.

Total, que me vestí con mis más deportivas galas, cogí el palo recién fallecido y me puse en camino para una nueva tienda de corte asiático que han abierto en la localidad que me da de comer. Así, de camino, la veía antes de que los augurios sobre su futuro se cumplan. Y es que no hay mal que por bien no venga ni tampoco se cierran puertas sin que se abra alguna ventana.

Entré en la tienda, en la que se arremolinaba gente esperando. Es como en las ciudades, que la gente queda en el cortinglés o en Correos. Saludé a un padre y a su hijo, antiguo alumno, y me adentré en las profundidades de productos y servicios que el gigante asiático me ofrece a apenas cien metros de mi casa. Comencé despistado, pero enseguida los tupervares me llamaron la atención. ¡Qué gran surtido! Buscaba uno de esos que se ponen en el microondas, con agujeros, para que no manche lo que calientes, pero no los encontré. Así que, decepcionado, me fui donde las fregonas. Había gran variedad de palos, de todos los tamaños, colores y calidades. Al final uno, que es un clásico, se ha decidido por el de color plata,  desprovisto de ornamentos. El eficiente y elegante palo de fregona de toda la vida. Por si las moscas, me compré un mocho compañero, para lo que requerí el asesoramiento de la comercial de la tienda, que me indicó la plena compatibilidad del mocho con el palo que me disponía a adquirir. Satisfecho, decidí dar una vuelta por la tienda, buscando un teléfono de sobremesa que no encontré. Pero sí un atomizador para el grifo de la cocina, que últimamente está de lo más caprichoso y ha dejado de entenderse con el calentador.

Mientras callejeaba buscando más gangas, un señor de acento levantino reclamó mi atención. Buscaba arandelas para atornillar la esparraguera y así, fijar el váter. Literal. Según parece, no había buena comunicación entre el señor chino y él y, para ser sinceros, tampoco la había conmigo, pues no me estaba enterando de nada. El hombre le echaba la culpa al pobre chaval y yo, que sin comerlo ni beberlo me estaba metiendo en una situación de lo más absurda en la que cada vez me costaba más aguantarme la risa, me puse a maquinar un plan para salir de allí como fuera. El dependiente, con el tesón propio de los orientales, no paraba de dar artículos a su exigente cliente y, en una de esas, me zafé de los dos y seguí dando vueltas por el bazar, en busca de un posavasos para los poleos nocturnos que, desgraciadamente, no encontré.

Tocaba ir a la caja. Allí, de nuevo, me encontré con el señor de los espárragos. También con las típicas clientas que, hasta cuando están pagando, marean al dependiente. Por lo visto hoy tocaba, por cualquier compra, meter mano en el cesto de "mandalinas" que tenían en la puerta, pero lo que no quedaba demasiado claro es qué cantidad de "mandalinas" era la adecuada en función de la compra. Mientras, el señor de los espárragos probaba un brasero, lo que derivó en una conversación entre el cajero y el dependiente de la que solo entendí claramente la palabra "megavatio". Al final, la venta tuvo éxito y el señor de los espárragos completó su compra con el pequeño electrodoméstico en cuestión.

Pagué. El cajero insistía en darme una bolsa para llevar el palo y las "mandalinas", pero he de reconocer que no estaba por la labor. A fin de cuentas, el importe de mis compras ascendía a 3.65 €, pero tal fue su insistencia que cogí dos. Y, feliz, me fui a casa a seguir con el fregoteo. Les hablaría del nuevo kit de fregona y palo pero eso ya quedará para otro día. U otra entrada.

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