martes, 5 de julio de 2011

Benita IV

Al fin estaba todo ordenado. Cada cosa en su sitio. Las cajas se amontonaban en la entrada, lo único que quedaba era doblarlas y decidir qué hacer con ellas. Y entonces apareció un sentimiento en ella que no había experimentado hasta entonces. Sintió pena de ella misma, pues todo lo que tenía tras tantos años de vida cabía en aquella minúscula pero acogedora habitación. Una tímida lágrima se asomó por su ojo derecho.

Aún quedaba un último detalle, elegir el lugar donde pondría el marco de plata con la foto del día de su boda. Aquella pareja en color sepia que comenzó una vida que acabó cuarenta años después en una habitación de hospital. Aquél hombre que significó tanto en su vida, aquél hombre que todos los días echa de menos y del que cada vez se siente más cerca porque, a fin de cuentas, ella estaba llegando también a la meta.

Mientras sujetaba fuertemente el retrato por sus lados, aquella lágrima que asomaba furtivamente por su ojo derecho saltó sobre el cristal del marco. Y decidió ponerlo donde más lo necesitaba, en la mesita de noche. Así sería lo último que vería antes de dormir y lo primero que iluminarían los rayos del sol cada mañana al despertarse.

Se tumbó en la cama y, acurrucada en la almohada, pasó su primera noche en aquél lugar.

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