jueves, 20 de junio de 2013

La vida del vocal de centro

Semana de nueva experiencia. Me advirtieron que sería un aburridísima, pero yo me lo pasé en grande. ¿Habré encontrado mi vocación? ¡Quién sabe!

Primero. He hecho algo que creo que no me gusta, pero que disfruté. Necesité el coche todos los días. Salir de mi garaje requiere unos minutos de madrugón adicional para el ceremonial de apertura, incluso algunos más ahora que a la puñetera puerta le ha dado por atascarse. Pero ello ha sido compensado con la posibilidad de echarme dos o tres canciones al cuerpo para empezar el día. Poner las luces y dejarlas puestas aún fuera de la cochera. Ver que el Sol te ciega al salir mientras conduces. Ver que eres tú quien estrena el día, pues todavía no se ve gente por la calle y los coches aún reposan en las aceras. Y, a pesar de que no soy muy de madrugar, cuando lo hago es siempre por una buena causa. Y esta vez también ha sido así.

Segundo. Cambiar de aires. Llegar a un sitio nuevo. Con gente relativamente desconocida pero que conoces de oídas. Y es muy agradable ponerles por fin cara y pensar qué tonto soy al imaginarlos de una manera cuando son de otra. Pasear por pasillos nuevos, pero conocidos, en los que se hace lo mismo que en tu casa. Ver que hay gente que te recuerda, que mantiene tu nombre en la cabeza y que es capaz de ubicarte en el pasado. Ver caras que suenan hasta afinan en tu mente cuando recuerdas sus nombres.

Y hacer algo nuevo. Distinto, pero no del todo diferente. Ver que son capaces de hacer exámenes en silencio. Ver sufrir en la distancia y repartir el dolor. O intuir alegría en las manos que, con insistencia, piden folios.

Charlar a la hora del café, compartiendo un buen pastel. Sentir que te acogen como si te conocieran de toda la vida. Recibir amabilidad. Saber que en otros sitios las cosas se hacen de forma distinta y también funcionan. Que sepan cómo las haces tú y les parezca interesante. Instantes fugaces en los que las conversaciones son profundas, interesantes, indelebles. Es la magia de los instantes que son paréntesis. Momentos que sabes que no se repetirán, únicos, vitales, espontáneos.

Tercero. Luchar por gente que no conoces. Destapar la liebre de quién eres y que te busquen aunque sea por el interés, como si quedara algo desinteresado aún todavía. Echar un cable a los propios y a los extraños, aunque sea al cuello. Conocer historias distintas, imaginar como podrían haber sido. Reescribir el pasado. Disfrutar de hilos que se entrelazan durante unas horas y que nunca volverán a cruzarse. Ser consciente de la fragilidad del momento, sentirse agua que se escapa entre los dedos y, aceptar, por una vez, que tiene que ser así, que el agua saldrá al mar y que la tierra no tiene otra que quedarse quieta, dejándola correr y disfrutando del frescor que le da.

Por eso, justo al levantarse y entregar los folios, al tercer día, sentir que una etapa acaba, irremediablemente. Que comienza otra de futuro incierto. Pero que se hace con ilusión, con alegría. Fundirse en un abrazo. Dejar morir esa parte de nosotros que ya no será igual y dar paso a algo nuevo. Sentir que el cuentakilómetros ha girado. Que no podemos volver atrás. Ahora es cuando empieza la vida de verdad, en la que el camino marcado ya no está tan claro. En la que tenemos que aprender de nuestros errores y lidiar con ello.

A todos, mucha suerte.

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