martes, 13 de septiembre de 2011

Todo consumidor tiene asociada, de forma intrínseca, una posibilidad casi obligatoria de ser un pardillo. Y especialmente con cierto tipo de compañías. Hay algunas con las que no hay problemas, incluso todo son ventajas. Piénsese, por ejemplo, en los nobles suministradores de butano, que tan diligentemente han ayudado y ayudan a las amas de casa en sus labores propias e, incluso, a sacudirles el tedio que las invade al tener a los maridos en el curro y a los hijos en el colegio.

Pero hay otras con las que, inevitablemente, hay que asumir riesgos. Se debe uno armar de paciencia, ganas y tienes que tener una necesidad muy grande de aquello que se comercializa para que te valga la pena el calvario que vas a empezar. Porque te se produce un estrés psicológico que es casi casi digno de baja laboral. Y no exagero un pelo.

Lo peor es los servicios de atención al cliente. Cada uno te dice una cosa. Fríamente visto, yo creo que las instrucciones que dan en esos servicios de atención al cliente son propios de la Segunda Guerra Mundial, cuando el enemigo ponía música y luego mensajes con voz melosa de froilains o geishas sugiriendo a los pobres soldados que, allá en América, su mejor amigo se está tirando a su novia mientras el se convierte en carne de kamikaces. Guerra psicológica total. Porque es muy fuerte que contrates una oferta buenísima y la propia señorita te diga que jamás en la vida verás al técnico en tu casa y que el Internet te lo vas a tener que montar con paloma mensajera.

Pero en fin, qué se le va a hacer. Lo mejor de todo es que, en el fondo, la última palabra la tengo yo. ¿No me das el servicio? Pues yo no te pago. Verás quien va a perder más...

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