Las escaleras son una gran fuente de observación, especialmente las de cierta gran superficie falsamente anglosajona. Para la persona solitaria que sale a matar el aburrimiento de un sábado por la mañana constituyen, sin duda, una gran evasión.
Me monto en la primera baja, sorteando a una señora repartidora de perfumes que, ni siquiera aquí, me considera digno de ser su potencial cliente. Me antecede una señora mayor con su bolso, que se parará en la primera planta y que seguro viene, como yo, a distraerse. Se aleja de mi y, cuando ya estoy en el segundo tramo, reparo en dos jóvenas elegantes y distinguidas retocándose mutuamente. Detrás, un joven algo mayor que yo, se mira al espejo mientras se despeina a conciencia. En ese momento me doy cuenta de que tengo frío en la cabeza y en que debería comprarme un gorro, lo cual no deja de ser curioso porque estoy bajo techo.
Llego a mi destino, curioseo sin mucho afán y sigo deambulando, sin fijarme mucho en nada en concreto. Busco caras conocidas, sin encontrarlas. Decido bajar al supermercado y veo a un joven con su blackberry y su padre, que a pesar de ser bastante menos útil que el aparato, por lo menos es practico y paga la ropa del muchacho. En la consigna un señor me observa y se cuela con poco disimulo y, justamente en la caja, me encuentro con Pablo, al que saludo afectuosamente.
Es tarde. Tengo que regresar a casa. Vaya paseo que le he dado al paraguas.
sábado, 5 de noviembre de 2011
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