Hay sitios a los que no me gusta volver, porque los recuerdos que me traen deben quedarse perdidos en ellos, en el tiempo en el que fueron vividos, y no salir nunca de ahí. Pero al volver hoy a mi antiguo colegio, donde pasé los primeros doce años de estudiante, los recuerdos casi que han huido de mi. Ya no son tan vivos como hace tantos años, quizá porque ya me he hecho viejo y he aprendido que, a veces, las cosas no son tan importantes como creemos.
Al pasar la puerta verde de la cuesta me he encontrado con la misma pared de cipreses, perennemente verdes, y con los mismos coches, aunque más modernos, aparcados enfrente. La estatua de la Inmaculada sigue cubierta por la misma hiedra que entonces y es de suponer que en la casa siga viviendo la misma persona que en mi época, pero con distinto nombre y rostro.
Camino rápido, sin pensar, y entro en la que fue mi última clase. Ya desaparecieron las bancas inclinadas, que tan incómodas eran, y han sido sustituidas por las típicas sillas y mesas verdes de colegio público, tan prácticas como impersonales. No me he fijado en la pizarra, aunque sí en la inscripción de la entrada, que ya no pone COU A, sino aula 13. Me alegro de no haber vivido ese cambio.
Entro y miro el que fue mi sitio, junto a mi ventana. Junto a esa ventana que me permitió ver como, poco a poco, te ibas marchando sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Hasta que desapareciste de mi vida siguiendo el camino de la tuya. Tantos años me ha costado aceptarlo...
Una vez cumplida mi obligación salgo a toda prisa del lugar, pero me detengo en los rostros y nombres del tablón de anuncios. Nada hay familiar. Nada hay conocido. Tan solo son las caras que se pueden encontrar hoy en día en cualquier otro sitio.
Al final eso es lo que queda, tan solo un rostro anónimo.
domingo, 20 de noviembre de 2011
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