viernes, 18 de mayo de 2012

Personajes de la patria: la vendedora insistente

Después de mi experiencia ferretera, me he dirigido muy hacendosamente a un supermercado, para comprar las viandas de las próximas jornadas. He dejado mi carro, he cogido otro y he procedido a hacer el recorrido, lista en mano, haciendo las delicias de la concurrencia femenina de mediana edad, sintetizadas en el comentario: "¡Mira qué hombre más apañado! Uno de esos me haría falta para mi hija".

Primero la fruta y las ensaladas. Luego, a pesar de que están los congelados, decido pasarlos para evitar romper la cadena del frío y que luego me dé un jamacuco. Es en este momento cuando me dirijo al pescado. A pesar de que hay una señora haciendo inventario, decido acercarme y ver qué hay. Paso del salmón, pues últimamente no me gusta nada como está saliendo, y me centro en la lubina y dorada, depositadas en el estante de más altura. No había mucha variedad de bandejas, la verdad. Así que exploro otras posibilidades culinarias. Mi vista se detiene sobre una bandeja de hamburguesas de salmón y merluza, y me imagino por un momento cómo sería mi vida adquiriendo semejante vianda. Me veo friéndola en la plancha, preparando la guarnición... hasta veo montado el plato en mi super-vajilla de Ikea. Justamente cuando me imagino la cara de felicidad que tendría al probarla sentado en mi mesa con el hule de cuadros un "¿Le puedo ayudar en algo?" me devuelve a la realidad. La señorita que recontaba con entusiasmo el pescado me ve dudoso y desea ayudarme. Yo tengo bastante claro lo que quiero, pero desde ese momento ya me siento presionado, y me toca ser asertivo y empático, es decir, conjugar mis deseos de comprar con sus deseos de vender sin que mi tarjeta de crédito y su autoestima como vendedora se resientan.

Difícil papeleta pues. Tras una hábil discusión sobre la cantidad de filetes que tienen las bandejas de lubina y dorada, elijo un paquete de cada y arramblo también con unas hamburguesas de pescado, pues ya me he visto muy feliz comiéndomelas. Antes de irme, la señorita me ofrece un manjar: Unos langostinos empanados, súmmum de la preparación gastronómica de marca blanca. Por un momento casi me convence de que me los lleve, pues podría prepararlos al horno, pero tras pensar la de kilowatios que tendría que gastar para comerme un langostino o dos, que es lo máximo que uno puede tolerar al mes, le digo que no, pero que me lo apunto para cuando tenga invitados en casa, con lo que de camino quedo como si fuera la Preysler del Almanzora.

Y en estas que partí hacia la sección de panadería, para continuar con mi periplo supermercadil.

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