martes, 30 de noviembre de 2010

Dos orillas

Imaginemos que transcurre la vida cerca de un río con dos orillas. El río no es ancho, ni profundo, pero tampoco es estrecho ni con poco cauce. Es un río. Sin más.
En una orilla se es paciente. En esta orilla se sufre porque se es ignorado, utilizado como objeto, despreciado en muchos aspectos. Se tienen falsas esperanzas, los sueños nunca se cumplen, la vida parece no tener sentido. A veces sale un falso sol, que no ilumina ni calienta. Incluso te roba la energía, te absorbe. Te arrastras por los caminos esperando llegar a algún sitio, pero siempre se dan vueltas al mismo lugar. Flechas te apuntan, la suciedad te envuelve. La lástima te persigue, la lástima mas infame, aquella que aparece cuando realmente nos compadecemos pero que en el fondo lo que nuestro corazón piensa es en eliminar el objeto de esa lástima. Cuando se tiene la sensación de ser lo último. La gente, bien vestida, elegante e hipócrita se acerca a ti, te da unas monedas, unas migajas. Te visten pomposamente, te dan de comer y luego te exhiben como un muñeco, como una atracción de feria, como si fueras lo que en realidad eres, un payaso del que burlarse, un animal al que tirar unos pitracos, un objeto a su disposición. Pero siempre existe la posibilidad de coger un barquito, una lancha, apenas una cáscara de almendra en la inmensidad de ese río tan pequeño que separa las orillas y cambiar de bando. Sería horrible si no existiera esa posibilidad. Quizá sea un regalo de los Dioses que, a fin de cuentas, tampoco son tan malos aunque sí unos maestros de la ironía. Como si lo segundo fuera a veces mejor que lo primero.

Y cuando por fin cruzas el río, llegas a la otra orilla. Todo lo anterior ha desaparecido. Se pasa de la humillación a la exaltación, de la verguenza al orgullo, de la ignorancia a la idolatría. Y entonces aparece un sentimiento de inseguridad, de indecisión, de no saber si realmente se merece todas las atenciones que se reciben. Intentas corresponder, pero no sabes si esa correspondencia está realmente siendo bien entendida. No se sabe si, al cruzar el río, te ha envuelto una niebla que te ha convertido en aquello de lo que huyes y te hace sufrir, en una especie de dios venido a menos, en un ser despreciable que de tanto recibir dolor se ha convertido en una máquina destructora, en un fuego que arrasa, en riada que todo lo llena de barro. Y entonces comienza la pasión, la tortura interior. Esos mismos sentimientos que antes se manifestaban desde fuera nacen desde dentro. Intentas huír de los que te adulan, pero es imposible porque te encuentran siempre. Y entonces echas a correr, pero cuanto más corres más te persiguen. Cambias de estrategia y empiezas a esconderte, pero siempre están al acecho y te encuentra. Decides dejar de huir y volver a tu estatus de semi-dios. Pero algo en tu interior te dice que no lo estás haciendo bien. Y es en ese momento cuando no sabes qué hacer. Tu cabeza empieza a doler, cada vez más. Las pastillas no te calman, el sueño no te calma. Las noches se hacen interminables, los días, insoportables. Sientes cada vez más peso en tu espalda, tus piernas. Añoras ser objeto, pero de nuevo el mismo monosílabo que te atormentaba, esa sutil impresión, esa frase nunca dicha que te clavava un puñal en el alma hace que ese dolor que entraba en ti salga disparado en todas direcciones.

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