viernes, 5 de agosto de 2011

Una y dos

Subía yo por cierta calle cuando me he encontrado con ella. Apoyada en la pared de una tienda fumaba con deseo un cigarrillo. Estaba peinada a lo Cleopatra, con un pelo negro y liso que le llegaba hasta un poco más abajo de los hombros. El pie derecho apoyado en la pared, formando con la pierna izquierda un ángulo agudo. Ojos azules, mirada de deseo. No me fijé en pendientes o piercings, pero sí en sus anillos, muchos y en forma de estrella. Escote a la caja generoso. Bolso colgado al hombro. Nuestras miradas se cruzan brevemente, pero me atrapa. Me examina y da una calada a su cigarro. Levanta la cabeza y suelta el humo hacia arriba. Deseo.

Llego a la heladería. Allí está ella. Es delgadita, pelirroja, si no me engañan mis gafas de sol. Lleva gafas y, detrás de ellas, unos maravillosos ojos azules tirando a verdosos, o quizá al revés. Pide una horchata justo cuando a mi me pregunta la amable tendera que qué quiero por tercera vez. Me disculpo y le pido la tarrina de helado del día. Mi compañera de tienda paga y duda de si tirar o no a la papelera el envoltorio de la pajita. Al final lo hace, coge su horchata con delicadeza y se despide de la tendera. Por un momento me siento protagonista y le dirijo un hasta luego. No hay deseo. Ni falta que hace.

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