sábado, 4 de abril de 2020

Viernes

Serían las once. La ciudad estaba vacía al llegar a la plaza de la justicia. Incluso la fuente estaba callada. La verdad es que no lo recuerdo bien, pues el silencio y la quietud me empezaron a asustar, casi tanto como cuando uno está rodeado de gente que no conoce. Tan sólo la farmacia estaba abierta. Ni prensa, ni autobús, ni cafés abarrotados, ni paraguas free tour. Ni siquiera el suelo parecía resbalar, como era costumbre.

Otra farmacia ofrecía clandestinamente su mercancía. Mientras atendían a un señor, una señora esperaba pacientemente, dejando el espacio de seguridad debido. Tan fieros de ordinario y tan comedidos ante la amenaza.

El cuartel tampoco admitía enemigos, tan sólo una abertura mínima en el gigantesco portón. Carteles de aviso, ventanas bajadas. Vendedores clandestinos. Gente que se evita.

En el silencio de la mañana, tan sorprendente como inquietante, se oía el zumbido de los aires acondicionados de un gran almacén. Miraba hacia arriba y hacia abalo en el paseo y no había nadie, tan solo yo entre dos fuentes lejanas y bajo los plátanos que, ajenos a todo, seguían con sus cosas de árbol. Algo más de vida al llegar a la avenida, y una gigantesca cola de uno, que me disuadió de mi objetivo principal. Tocaba mprovisar en tiempos de guerra.

Pero no hay enemigos que se vean. Tan solo gente desarmada. Los más, con guantes y mascarilla. Los menos, valientes o locos, sin nada que tapar. Y luego estoy yo, con guantes reglamentarios, pero en el bolsillo de atrás, por aquello de no gastarlos.

Recorrí comercios y me di cuenta del peso de la intendencia. Charlé con los comerciantes, incluso sin conocerlos. Imagino que uno quiere sentirse cerca de los congéneres, aunque no tenga nada inteligente que decir. "¡Gracias!" "¡Yo también tengo miedo!"

Llegando a casa una extranjera que juega con su hija. Parecen ajenas a todo, pues va pertechada con una réflex. Me pide permiso para hacerme una foto. Adivina en mi mirada el peso de la compra y las preocupaciones del alma que, dicho sea de paso, son las de siempre.

Y, curiosamente, no tengo que hacer ningún esfuerzo para sonreir.