Hay veces que uno vence la pereza y revisita viejas amistades que el tiempo no heló, pero que la distancia pausó. Amistades que todos los días se recuerdan, porque tienen gran culpa de mi yo actual.
Aún recuerdo aquellos años de academia, cuando los sueños cabían en una carpeta verde y los temas pasaban de mis manos a mis neuronas pasando por mis ojos. Años de plomo, de esperanza por la esperanza. Años de agonía, que proyectaban un yo adolescente hacia un yo adulto, que se presentó una fría tarde de febrero, justo aquél domingo en el que me di cuenta que la cena no se haría sola. Tanto fue el cántaro a La Zubia que se acabó rompiendo, manando de sus trozos el agua del agradecimiento por lograr el ansiado sueño.
Pero los quehaceres diarios a veces nos alejan de nuestros afectos, que no de nuestros recuerdos. Por eso hemos retomado este sábado la costumbre de que tu me cuentes y que yo te oiga. Que me diagnostiques y que me regañes, aun a sabiendas de que no te haré caso, porque soy muy cabezón.
No pararé nunca de aprender de ti. Un privilegio que nunca sabré como agradecer.
domingo, 18 de diciembre de 2011
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