Vuelvo mis pasos camino de casa. Veo a padres pasear a sus hijos en sus sillitas. Veo a padres que son paseados por sus hijos en sillas de ruedas. Pienso en la crueldad de la vida, en que no es lineal sino circular y en el amor que nos da el Niño que va a nacer en apenas unas horas.
Un soldado romano apunta con su lanza a su perro, que está tan quieto como su amo, ante el asombro de los viandantes. De repente, una voz ininteligible quiebra su calma, al igual que la de los negritos que alfombran las calles. Es la Policía Local que, diplomáticamente, hace la vista gorda cambiando el paso y la acera de su paseo. Quizá todos tienen derecho a su Navidad.
Pienso en fotos para días posteriores, para una mañana tan soleada como esta. Tan solo el eterno problema, el cable cabrón que estorba sin compasión.
Encamino mis pasos hacia mi casa. Cuanto más cerca estoy, las tiendas se cierran y la gente se difumina, dejando paso a los turistas impenitentes, a los viandantes forzosos y al frío, que aumenta su cuota individual a pesar del sol. Me sorprende ver bolsas de Los Italianos en pleno mes de diciembre, en pleno día de nochebuena. Tentado estoy de preguntar, pero cierta timidez me lo impide.
En la plaza se despiden cinco adolescentes. Sonrisas y caras coloradas no precisamente por el frío. Uno de ellos, avanzados unos pasos, lanza con fuerza una bolsa al aire para recogerla instantes después. Un momento antes, alcanza la categoría de "mono" y provoca el rubor de una joven rubia a la que no pongo cara.
Y, como la Navidad es mágica, por fin atraigo la atención de un amable repartidor de publicidad, que me ofrece tapas y cerveza a precio especial, a pesar de ir solo y despistado, protegido tras mis gafas de sol. Me doy por satisfecho con este inesperado regalo y vuelvo a casa feliz.
Abro la puerta. He llegado a casa. Es el momento de quitarme las gafas.
sábado, 24 de diciembre de 2011
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