Es mañana de compras y paseo por los puestos. Veo regalos interesantes, artesanías que van desde lo cotidiano a lo sorprendente pasando por lo peregrino. Me apunto varios regalos sin destinatario concreto y me prometo que bajaré la semana que viene. Pienso en mi sobrino, en el regalo que he de hacerle. Lo consultaré con la almohada.
Una vez traspasado el improvisado zoco, me sumerjo en la carrera de la Virgen, distorsionada por la estufa de una señora que ofrece castañas. Los negritos alfombran la calle con sus genuinas imitaciones. Echo en falta el Belén del Corte Inglés, también la tradicional cola para entrar en el parking.
La gente pasea. Parejas jóvenes con bolsas que pasean agarradas de sus manos envueltas en guantes, demostrando un amor que poco importa a los demás viandantes. Familias con niños. Jubilados que forman corrillos de dos y hablan de sus cosas. Una joven, con un teléfono rosa, parece feliz en la conversación que mantiene. Nadie pasea solo, salvo un señor que me precede y yo, que me escondo detrás de mis gafas e intento recordar todo para luego contarlo.
Llego al río, y veo que en sus riberas no hay demasiado lugar para la esperanza. Hay gente que duerme en los bancos, que beben cerveza barata al sol. Están sin afeitar. Mientras la gente corre afanosamente relativamente cerca, para ellos parece que se les ha parado el tiempo, que ya está todo hecho, que ya han llegado a la meta. Que el mundo de la prisa es para ellos una estructura paralela.
sábado, 24 de diciembre de 2011
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