sábado, 3 de marzo de 2012

Volver

Abrió la puerta de madera, con la vieja llave de metal oxidado que le dejó el abad. Dejó cuidadosamente su petate en la cama y volvió a cerrar la puerta. ¡Cómo añoró esas cuatro paredes mientras estuvo fuera! Pero ya había vuelto.

Abrió el viejo armario y metió el hábito que paseó por la calle durante todo ese tiempo, y descolgó los viejos harapos que cubrían su cuerpo en el convento. Por fin su piel recibió el áspero masaje de la ropa vieja. Sacó dos libros de su petate y los colocó cuidadosamente, junto a los demás, en su estantería.

Sacó una hoja y la garabateó a la luz de la vela que ténuemente iluminaba su cuarto. Quiso contar sus experiencias fuera de los muros, pero se cansó pronto. El viaje había sido largo y difícil. Pero, a pesar de todo, necesitaba caminar, calmar sus nervios.

Bajó por la vieja escalera y paseó por el claustro, oscuro, silencioso. Casi creyó oír la voz de aquél fraile que solía leer en las comidas cuando pasó junto al refectorio. Quería creer que había ruido, porque le ahogaba el silencio de la noche, le angustiaba el color negro.

Vio un ratón cruzar cerca de donde estaba. Se quedó quieto, observando alrededor. Pero no se asustó al ver al fraile.

Volvió a su habitación, algo más calmado. Se tumbó en el lecho y no hizo falta apagar la vela. Justo cuando cerró los ojos, exhaló su último aliento.

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