Cuando uno era joven, bueno, más joven, pensaba que al crecer los problemas se disolvían como un azucarillo, teniendo en cuenta que si te pasas echando cucharadas siempre se queda algo de poso, pero bastaba con sorber y echar más agua pasado un tiempo. Y, más aún, si uno llegaba a ser profesor de la matemática, tan acostumbrado a plantear problemas y seguir la respuesta del solucionario como el catecismo del Padre Ripalda. Por cierto, pobre Padre Ripalda, que palo se llevó el domingo en la homilía. Ya ni de la Iglesia se puede uno fíar.
Pero resulta que no es así, que los problemas aparecen y se enquistan. Que resisten como auténticas moscas cojoneras, aunque uno intente poner su buena fe en que desaparezcan. Siempre hay tripas que se rompen, siempre hay desgracias ajenas que tapan las inmundicias propias. Siempre hay tragedias que hacen que saltes del sofá. Porque aunque uno esté en su casa tan alegremente repanchingado, al Cosmos se le mueve un átomo que es el que te da a ti por saco.
No hay paz para nadie. Ni cuerpo que lo resista.
martes, 11 de octubre de 2016
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