Justo cuando uno decide algo, la vida, Dios o quien cada uno considere oportuno te recuerda aquello de que no semos nada.
Las horas en el hospital podría pensarse que pasan lentas pero, una vez metido en la dinámica, todo es bastante rápido. Casi que en un momento está uno desayunando y, al rato, es de noche.
Las primeras inyecciones, el suero de las 8, las urgencias por levantarse, el desayuno, la cama, la limpieza, la comida... todo marcado con una gran precisión, toda la maquinaria funcionando con normalidad. La visita del médico, fugaz y esquiva. Todo gira en torno a ese momento. Siempre esperado y temido.
Los pasillos largos son el punto de encuentro de los pacientes. Cada uno con su dolencia, pero con el mismo camisón de cuadros, blanco y azul, corporativo y abierto por la espalda. Comodidad medida. Es allí donde cada uno se saluda y atisba sus dolencias, hasta donde el pudor le permite. Se conocen historias, enfermedades, dolores. Las caras transmiten a veces más de lo que se quisiera.
Y, a veces, la muerte se asoma. Y se hace el silencio en el pasillo.
Al menos esta vez no ha sido para nosotros.
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