viernes, 4 de agosto de 2017

Cuaderno de agosto III

Madrugón. No se por qué los despertadores de los hoteles son tan impersonales. Será por lo del low cost. Recuerdo que antes un señor te hablaba.

La llegada a la estación fue casi inmediata. No hacía frío, pero tampoco calor. El SAMUR y la Policía iluminaban Atocha.

Afortunadamente, la cafetería estaba abierta. Un señor estaba sentado en una mesa, con pinta de ser compañero de excursión. Mirada furtiva. Café con leche y croissant.

La gente empieza a llegar. Hay una cinta que te obliga a pasar por la cafetería, pero nadie pide nada. Mis compañeros empiezan a llegar. Recuerdo aquello de las primeras impresiones. Hace sobre doce horas que no hablo con otro ser humano.

Acomodados todos empieza el viaje. Miro, oigo y callo. Pero como apenas habla nadie, cambio el oír por el observar.

Paramos en Zaragoza. Podía haber sido un pueblo de Granada, debido a la gentileza y amabilidad en el trato. Quizá para no echar nada de menos. Allí se me presenta mi primera compañera, novata y perdida, como una versión en mayor de mi mismo.

Reconfortado por conocer a alguien, que para eso y para andar hemos venido, volvemos al autobús, con una película argentina. Toma del frasco.

Llegamos a Benabarre, donde el grupo de novatos se amplía al subir una cuesta. Llegamos al castillo. Y de vuelta al bus. Nos espera el hayedo. Y el túnel de Viella. Y el hotel.

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