Acabo de subir una cuesta. Hace sol y calor, ese calor de mes de octubre que se resiste a irse. La gente habla en animados corros de distintos temas. Pero, por un momento, me dedico a escuchar.
Escucho mis pasos sobre la tierra dura, escucho cómo cada grano de arena del camino se levanta, revolotea un poco, y se vuelve a posar sobre la tierra, en un sitio tan alejado de pensar que se sienten escalofríos al comprobarlo. Escucho las conversaciones de los demás, hablando de sus cosas de cada día, de cómo intentan sacarle algo de humor a las situaciones cotidianas que no siempre son tan humorísticas como parece. Escucho que todo llega, aunque no siempre me lo creo. Escucho los rayos de sol, colándose por entre las hojas de los pocos árboles que nos cruzamos al principio, intentando tostar mi blanca piel, recordándome otras épocas más amables donde mi piel se teñía al finalizar septiembre.
Y, entre tantas cosas que escucho, mis oídos se cierran para oírme a mi mismo, cogiendo con cada dedo gordo el asa de la mochila, balanceándola de un lado a otro, mientras pongo cara de gravedad y mis pies siguen andando los pasos que nos quedan hasta acabar, sin mirar nunca atrás, alegrándome de nuevo por un domingo bien empleado.
domingo, 2 de octubre de 2011
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