Es entonces cuando te pones los auriculares y te separas del mundo, aunque el mundo este a tan solo un centímetro de ti y al que solo vuelves para comprobar si tu parada es la siguiente.
Te bajas del metro y subes por las escaleras, con ese característico olor a humedad de las ciudades con río. Y es al llegar a la superficie y salir de la estación cuando compruebas que hubiera sido mejor quedarse en las entrañas de la tierra.
Ya en la calle, con el equipaje en una mano y un papel con una dirección en la otra, es cuando te asalta esa sensación, tan familiar y agradable, de que hagas lo que hagas y pienses lo que pienses, estás solo, solo en mitad de un océano desconocido, pero que recuerdas paso a paso en cada ola que te susurra. Y es cuando comprendes que la ciudad a la que acabas de llegar te pertenece.
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