Al final de una larga estancia en un hospital, cuando hay días que la batalla parece que puede ser ganada, que nos gane la muerte es una doble derrota, pues siempre se ha creído ver el final del túnel.
Siempre hay esperanza. Siempre hay un resquicio por el que se podría respirar y soñar un mañana como el pasado, quizá con alguna secuela asumible, pero siempre con la certeza de que el sillón no estará vacío, de que la cama no estará fría por la mañana y de que siempre habrá un abrazo que llene nuestras soledades.
Pero, desgraciadamente, eso no ocurre siempre. Pareciera que tras la muerte parara el mundo y bailáramos, por unas horas, su extraña danza de dolor, moviéndonos siguiendo los dictados de una cabeza amputada un poco antes. La gente nos lleva en volandas, recordando lo bueno que era el ser perdido, cosa que a veces es verdad, hasta que se cierra la puerta y nos quedamos solos en casa.
Es entonces cuando el vacío se hace más patente, cuando realmente comenzamos a sentir que ya no todo es como antes, que hay que seguir, pero mutilado, sin ese cachito de corazón que tiene cada ser querido y que, irremediablemente, se lleva con él al otro mundo.
Descansa en paz. Aunque no te conocí, sé que has hecho las cosas bien. Tus hijas son ejemplo de ello. Gracias por acogerme aquél día de julio en tu casa. Siéntete orgulloso de tu familia, que te ha cuidado tan bien. Nosotros cuidaremos ahora de ellas.
sábado, 11 de febrero de 2012
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