Son las seis de la tarde. Caminamos, con nuestras cámaras réflex al cuello, por la Catedral de San Pablo, en Londres. Vamos buscando hacer unas fotos nocturnas del puente, cerca de la torre. Charlamos amigablemente cuando, de repente, observo que formamos parte de una marabunta.
Cientos de personas, todas vestidas iguales, nos rodean. Van con carteras en la mano, gesto serio y paso constante. Nadie, salvo mi acompañante y yo, habla. Parecen seres automáticos, programados según la hora del día. Posiblemente nos miren con una mezcla de desprecio e incredulidad, pues parecemos dos buzos entre un mar de peces negros, pues los observamos y, por miedo, no hablamos.
Sus pasos están sincronizados. Van unos detrás de otros, ordenadamente, hacia la estación de tren o metro más cercana. Alguno de ellos se sale por unos instantes de la fila, alargando su mano para coger un periódico con el que distraerse en el camino a casa, pero nada más.
Pero, superada la estación de metro, comenzamos a nadar contra corriente. Los mismos peces que antes formaban un banco a nuestro alrededor, empiezan a venir de frente. Una nube inmensa que se aproxima hacia nosotros, insignificantes obstáculos en su camino a casa. Siguen sin hablar. Optamos por hacernos a un lado de la acera. Avanzamos con dificultad hasta que, de repente, tan solo estamos nosotros dos. Los peces se han ido, como por arte de magia, engullidos por el metro.
Seguimos caminando hasta llegar a nuestro destino, con gente como nosotros. Pacíficos hermanos de la cámara réflex.
martes, 28 de febrero de 2012
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