lunes, 30 de diciembre de 2013

Pepe

Muchas veces oí la persiana subir. Tanto por la mañana como por la tarde. Llegaba a su tienda, tras comprar y traer el género en su furgoneta. La voz de su mujer lo acompañaba, mientras descargaban y esperaban al panadero, para preparar los bocadillos de los estudiantes del Ave María que, pese a tener apenas el doble de mi edad, me parecían casi como seres inalcanzables en estatura y madurez.

Recuerdo el ir a comprar con mi madre. El cesto de toda la vida, con las asas siempre a punto de romperse, de color marrón. O aquel falso monedero, que se convertía en bolsa de tela. Recuerdo ir a por la leche o la casera y oír la pregunta de si había llevado el casco, que siempre estaba al lado de la portañuela que tenían para entrar a la tienda, y que la separaba del mundo exterior.

El peso moderno, en el centro de la tienda y justo encima del cajón del dinero, y el peso antiguo, donde la fruta y los yogures. Aquel expositor lleno de tantas cosas que alguna vez fueron prohibidas y que una vez dejaron de serlo. Los poloflas. Anda que no me comí poloflases viendo la tele mientras esperaba la llegada de mis padres, que nunca venían, para comer todos juntos.

Hacer las cuentas en los cartones de tabaco, aprovechándolos. Porque antes no había códigos de barras y cada cosa llevaba una pegatina con su precio. Y lo que no se marcaba se sabía, porque teníamos memoria y no megabytes. Las reuniones y los petardos en mi puerta. Los chatos de vino del país a cinco duros. El centro del barrio, donde la gente habla, se conoce y se entera de las cosas. Los encuentros casuales y, algunos, forzados. Asomarse tras la persiana.

A su tienda siguieron otras, pero apenas hubo suerte. Y se reconvirtió el cochera y taller, tras una vida luchando. Y hoy esa vida nos dejó.

Descanse en paz.

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