Sigo mi ruta. La masa me devuelve un poco a la realidad y me pongo en camino a la cripta familiar, donde habitan muertos que son nuestros, pero tampoco tanto. Me sorprende ver que van a hacer un festival de música y danza. La pena es que los espectadores más numerosos no lo van a agradecer. Ni valorar.
Sigo camino del jardín de las cenizas. Allí está mi tío. Bueno, solo una placa, porque la urna y sus cenizas ya formarán parte de un árbol. Justo lo que hubiera querido. Me doy cuenta de que, de lo alto de los bloque de los nichos cuelgan cuerdas de seguridad. Familias enteras miran mientras los empleados limpian las tumbas y suben las flores. Gente, mucha gente.
Llego a mi destino. Rezo de nuevo. Veo que han puesto un mirador, el del agua. Lo que me gusta del cementerio es la gran cantidad de rincones agradables que hay. Es, aunque resulte raro, acogedor. Veo la ciudad a mis pies, desperezándose poco a poco en un día festivo. La bruma de la contaminación empieza a destacarse sobre el vivo azul de la mañana de noviembre. A pesar de las hermosas vistas de la sierra, decido no verlas. Y bajo, por entre las tumbas de las congregaciones religiosas, buscando la ruta de salida.
Bajo, como es costumbre, por el lateral derecho. Sigue el bullicio de gente que entra. Un par de amigas, curiosas, ven el espectáculo. Yo soy, a la vez, espectador y participante.
La animación sigue en la puerta. El autobús maniobra para poder salir, entre el río de coches que hay en la puerta. Los árboles ya tienen el amarillo del otoño que se resiste a llegar.
domingo, 3 de noviembre de 2013
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