Sigo la ascensión por entre el parking de la Alhambra. Ni siquiera ataviado con la cámara consigo hacerme interesante para los captadores de turistas. Ni me venden un parasol ni me invitan al bus turístico. Me falta llevar la cara de despistado.
Hay un señor en la máquina que expide los tickets del parking. Hay coches por todas partes. Algunos son de turistas. Otros, de nativos que suben al cementerio. Pienso que elegí mal día para subir a recordar a mis muertos. Curiosamente, tengo más vínculos con el más allá que con el más acá. Eso debería hacerme pensar.
Riadas de gente que bajan. He superado el último paso de peatones antes de entrar en la manzana del cementerio. El agente municipal, al que si silbato hace gallos, apenas me hizo esperar. La gente baja en sus conversaciones. Una señora alecciona a su hijo: hay que dar limosna a los pobres de aquí, no a los foráneos. Lo dice en alusión a un chico negro que pide más arriba. Forma parte de una colección que, estratégicamente, cubre las calles de la ciudad. Todos con el mismo vaso. Todos con el mismo timbre de voz. Sigo esos pensamientos cuando un señor, con escalera en mano derecha y móvil en izquierda habla sobre un conocido, interesándose por el tipo de condena que cumple en la cárcel.
La entrada al cementerio parece un centro comercial. Los puestos de flores rebosan mercancía y clientes, en una cola perfectamente formada para lo que suele ser la tierra. Gente que pide, que vende cupones. Una animación impropia del lugar pero entendible por la fecha. Mi arrepentimiento por haber subido crece.
Como el pasillo central parece una romería, decido dar una vuelta por el lateral de los primeros patios, más libres de gente. Además, son impresionantes. Aunque la muerte nos iguale, hay quien se empeña en que su paso al más allá conste de más metros cuadrados. Hay que dejar constancia de que hubo clase. O, al menos, dinero. Bien es cierto que hay monumentos realmente impresionantes, pero otros son de un gusto un poco, digamos, dudoso. No sé si se trataría de un último esfuerzo, por parte de la familia, por revivir al finado.
Veo de lejos al Señor del Cementerio. En verano, cuando subía, apenas había gente y puedes parar a verlo. Pero hoy el motivo de mi visita es otro. Vuelvo al pasillo central. Paso por los jardines de los columbarios, donde las fuentes de agua mansa que apenas ahogan el ruido de los motores. Pienso que ahí pude haber descansado, pero al final elegimos la seguridad del ser gregario. Me acerco a mi columbario, en la pared. La m del nombre no ha quedado muy allá, pero es lo de menos. Siguen las mismas flores, pero con frescor distinto. Quizá debí haber comprado alguna, pero las contrahechas son horribles y dudo que me vendieran tres claveles. Son muy estrictos en la decoración en esa zona.
Rezo. Me emociono.
domingo, 3 de noviembre de 2013
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