Esta tarde me he sacudido el muermo y he salido a andar. He descubierto que tengo mi momento en el que me enfrío con la guitarra y dejo de tocar de forma más o menos productiva. Y he aprovechado para salir. Así, de repente. Como el anuncio.
Antes de comenzar la ruta propiamente dicha, me he acercado a la tienda oriental, vacía de clientes en general y de clientes frikis de los tornillos en particular. En vez de mirar lo que buscaba, una mesita para al lado de los sofases, me he decidido a preguntar directamente al amable vendedor. Le he pedido una plegable, "que se abra y se cierre", le he dicho para confirmar sus sospechas sobre dicho adjetivo. Tras ímprobos esfuerzos por su parte enseñándome el más variopinto género no hemos alcanzado un acuerdo, por lo que se ha perdido una casi segura transacción. Espero que del cilicio no pase.
El paseo ha transcurrido con normalidad. Incluso me encontré con dios y me saludó. Pero, al comenzar a bajar el punto más alto, de la nada salió un perro negro que ha comenzado a seguirme. Primero por detrás, a una prudente distancia. Pero luego el hombre ha ido cogiendo confianza y se ha puesto un par de veces por delante. Luego ha debido recapacitar y ha pensado que como no sabía dónde íbamos, pues mejor me dejaba a mi que abriera la marcha.
Y así hemos venido hasta la rampa del portal. Primero, con su pequeña pero definida postura, me ha mirado, como pidiéndome permiso para poder subir más. Al mirarlo ha debido entender que se lo daba y se ha acercado un poco. He girado la llave dentro de la cerradura y abrí la puerta del bloque. Lo miré de nuevo y, con la cabeza levantada, movía la cola con entusiasmo, como si quedara conmigo o quisiera venirse detrás. Sin pensarlo demasiado, porque uno para estas cosas es como es, he cerrado suavemente la puerta y me he asomado al cristal. Apenas miró dentro, tan solo olió un poco el suelo, como intentando adivinar el siguiente rastro que seguirá.
miércoles, 8 de enero de 2014
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