Allí estaba siempre, en el semáforo, donde moría la A-92 y aquella ciudad hostil se abría ante mi. Yo la veía desde la altura, quizá como metáfora. No recuerdo cómo iba vestida, pero lo que sí recuerdo es que era mayor, muy mayor, vestida de colores oscuros y con ropa raída. Con arrugas en la cara, quizá tantas como penas llevara en el cuerpo. Y con gesto entre enfadado y cansado.
Vendía pañuelos, dos o tres paquetes, por entre los coches mientras estaban parados. Desde mi posición de no-cliente veía las reacciones de los conductores. Desde la indiferencia hasta la lástima. Supongo que habría perdido la cuenta de las ventanas cerradas que se habría encontrado, incluso en verano. Yo hubiera sido uno de ellos. Pero allí seguía, moviéndose entre los coches, con el paso cansado de los años y la certidumbre de un futuro a juego con su atuendo.
Muchas noches, mientras estaba estudiando, pensaba en si no acabaría un día así. Y aún hoy me lo pregunto, con la supuesta estabilidad de un sueldo de ese Gran Hermano que es hoy el Estado moderno y benefactor, esa Santísima Trinidad laica. Y, tal y como está el panorama, tampoco es mala idea pensarlo.
lunes, 24 de septiembre de 2012
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