Era un lugar bastante lúgubre. Además, la tarde no acompañaba. Pero allí estábamos, sentados en un banco rodeados de gente que pasaba y a la que no hacíamos mayor caso. Puse tu maleta delante, rodeándola con mis piernas. Estabas a mi lado. Cogiste mi mano y te envolviste con mi brazo. Era la primera vez que lo hacías. La brisa llevaba a mi nariz el suave perfume que te acompaña. Seguimos hablando de nada, pero hablando.
Llamabas la atención. Es algo que me hace sentir orgulloso, aunque si te digo la verdad no sé exactamente por qué. En ese momento llegó el autobús. Y nos levantamos hacia él. Lamentaste no poder sentarte en primera fila pero, al final, lo conseguiste, justo después de que me indicaras dónde querías que fuera tu maleta.
Nos besamos por última vez y subiste. Y allí quedé, en la puerta, mirándote. Mirándome. Mirándonos. El chófer expidió el último billete y la puerta se cerró. Mientras el autobús retrocedía por el andén para tomar la cuesta y salir de la estación te veía por entre los cristales. Agitamos la mano y nos lanzamos un beso. Y yo, en parte, me sentí triste porque te ibas pero contento porque, más tarde o más temprano, te volvería a ver.
Aunque quizá un día deje de verte. O ya no te separes de mi jamás.
lunes, 16 de septiembre de 2013
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