Ayer venía por la carretera, como un domingo más. Ya casi se me hace raro el domingo en el que el mis manos no acarician el volante. Es curioso, pero los viernes no tengo esa sensación, quizá porque el viernes es como ese día en el que todo está permitido, en el que el tiempo parece detenerse pero es cuando más corre. Por eso se hace la penitencia de la cuaresma en viernes, por equilibrar el Cosmos.
Poco tráfico. Salvo por una parada a una furgoneta de excesivo y variopinto equipaje por parte de la Meletérica. No hay radar más efectivo que una de las parejas más indisolubles que ha proporcionado la Humanidad. Y tal como se formó el tapón, se disolvió.
Al llegar, nada de calor. Aún recuerdo esos agostos, recién llegado, en el que me estorbaba a mi mismo en la cama. En los que no me importaba que el calentador se hubiera resistido a volver al trabajo. Ayer, incluso tardé menos de lo previsto, pues me dediqué al marujeo telefónico. Tan necesario como (im)prescindible.
Veo la tele mientras ceno mi ensalada. Quizá el verano haya sido un sueño. Un sueño en el que han pasado cosas buenas al final y cosas normales al principio. Debe ser el no planear las cosas, el no ceñirse en el de la rutina a la rutina por la rutina. Hemos cumplido con la canícula. Lo que venga ahora será la prórroga. Que es cuando se ganan los partidos.
lunes, 2 de septiembre de 2013
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