Mientras paseaba mi pequeña indignación cotidiana, muy merecida por otra parte, porque la libertad hay que ganársela en el campo de batalla, soy informado de la puesta de huevo olímpica, que se ha ido para el país del sol naciente.
Decepción y caras largas en el informativo repetido que veo mientras como. Ayer, mis interlocutores me hablan de improvisación. Hoy, de la excesiva austeridad. Pero si hay algo claro es que los ganadores son los que están, cada cuatro años, dando tumbos por el mundo en hoteles estrellados luchando por una cosa que sí, que será muy bonita, pero que no deja de ser un negocio.
Porque, al menos, en las democracias de vez en cuando expresamos nuestra opinión, aunque luego los elegidos se pasen por el arco del triunfo la voluntad o sentido de sus votantes. En cambio, esos señores están ahí quizá por algún mérito deportivo o por un mérito no deportivo. Pero están ahí, sin que se les conozca trabajo o alguna otra ocupación desinteresada o gratuita.
Por otro lado, nuestra diplomacia ha quedado como lo que es, como una pardilla. No puede ser que el día de antes te garanticen 50 votos y luego, a la hora de la verdad, te voten la mitad o menos. También es cierto que habría que preguntarse que a cuánto está el kilo de comisario olímpico, porque si algo tiene bueno este mundo es que todo tiene un precio.
En resumidas cuentas, que nos hemos quedado sin olimpiadas. Dichoso el dinero que a casa vuelve.
domingo, 8 de septiembre de 2013
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