sábado, 8 de octubre de 2011

Autobusadas

Llevo la espalda cargada. Y un melón en la mano. Pero aun así corro para parar el autobús que me lleva a casa. Soy el último en subir, con lo que seré el primero en bajar. Enfrente tengo al autobusero, al que tras una breve conversación de cinco segundos me obligas a catalogar como rara avis dentro de su especie.

Tras glosar con mi acompañante las ventajas de la recarga intensiva del bonobus, consecuencia lógica de su mucho uso, compara el interior del pequeño vehículo como una hamburguesa completita mientras toma con entusiasmo la curva de la Plaza Isabel la Católica. Nos informa que, a no ser que haya ketchup, no se parará en Plaza Nueva, por lo que mi acompañante y yo entramos en éxtasis. Llegaremos antes a casa.

Pero entonces alguien toca el timbre y el conductor se para. Abre la puerta de atrás, pero nadie se baja. Un matrimonio mayor pregunta si es el fin de la línea, a lo que el conductor responde que no, que la línea no se acaba nunca, es infinita. Los pasajeros se sientan, el autobús cierra la puerta y es cuando los señores rompen el infinito al declarar que van al centro y que si se pueden bajar. El pasaje mira extrañado a la anciana pareja y el conductor del autobús abre la puerta para que bajen. La no parada nos demora ya cinco minutos. Pero al poco reiniciamos la marcha hasta nuestra parada, donde me bajo haciendo malabarismos y ayudando galantemente a mi acompañante.

Ya tengo mi ración de 5 minutos de surrealismo del día.

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