Era media tarde y estaba recién comido. Salí de aquella sala que olía a sudor y me saludó la brisa de un mar ligeramente alborotado, de un mar de octubre, cuando los temporales se empiezan a asomar detrás de las rocas y el agua no solamente está en el suelo, sino que se trasfigura desde el cielo de color oscuro.
Allí estaba el, tan grande, tan azul. Rompiendo olas en la arena sucia de la playa. Yo estaba enfrente, observándolo con la habitual dedicación con la que lo hago. Un barco anclado en la bahía rompía la monotonía, mientras buscaba el punto exacto en el que el verde cercano cambia a azul lejano.
El ruido del mar era inexplicablemente ensordecedor, pues las olas no eran muy grandes. Una y otra vez se repetía el mismo sonido, con distintos matices y duraciones. Me hubiera tumbado en el suelo y quedado allí, con aquel sonido una y otra vez acariciando mis tímpanos. En ese momento lo necesitaba. Me daba la calma que buscaba.
Algunas gotas querían estropear el día. Y entonces recordé cuánto me gustaba bañarme mientras llovía. Una sensación tan placentera como extraña.
lunes, 24 de octubre de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario