Si nos dejaran en el interior de un supermercado cualquiera resultaría imposible saber, a priori, en qué ciudad se está. Incluso a alguien como yo que se ha pasado la adolescencia entre carros y cajas registradoras y que se conoce los hipermercados de medio mundo y parte del extranjero.
A pesar de esta similitud siempre hay margen para la sorpresa y siempre hay cosas que no aparecen. Renuncio al enfado y parto de la base de que algo no voy a encontrar y de algo no va a haber. Aun así el ser humano siempre es sorprendente y va más allá. Por eso mi estrategia vital ante este problema es no hacer nunca lista.
Una vez elegida la batidora me doy una vuelta sin mucho afán. Como impulso consumista me compro una botella con tapón de los antiguos y un vaso para el wisky que voy a estrenar en unos instantes, al precio de tres y un lero respectivamente. Estoy en racha y casi me traigo una botella de agua mineral sin gas, llamada Antipodes, pero su precio, ocho euros de vellón, no está dentro de mis espectativas gourmet, así que pongo rumbo al tomate frito en tetra brick, que creo que me radiografía mejor. Ahora que lo pienso, debería haber comprado champiñones. Quiero cremarlos un día de estos.
Pago y me atiende un cajero que me ofrece bolsas de pago. Malísimas, por cierto. Evidentemente las rechazo, porque mi fiel Nicolás guarda bolsas de guardia en su interior. No deja de ser bonito volver a los orígenes.
Salgo a la carretera y por el retrovisor me deslumbra la tarde en la bahía. Maldigo que no haya ningún sitio donde parar. Aun así, alguna foto consigo robar con mi móvil a la tarde.
Me pregunto si no debería quedarme en un sitio como este. Aunque entonces pasaría que lo cotidiano robaría la esencia de la belleza furtiva de pasar una tarde lejos de donde te ha llevado el destino.
martes, 11 de octubre de 2011
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