Tarde de médico. Afortunadamente no tenía demasiado sueño y la conducción, a pesar del vino de la comida, no ha sido demasiado pesada. Las vistas animaban un espíritu algo decaído y lamentaba no poder llevar la cámara de fotos incrustada en mi cabeza.
No diré que salí del frío, pero sí llegué a un octubre disfrazado de primeros de septiembre. Pero, a pesar de todo, le gente le hacía caso al calendario y pese al calor alguna chaquetilla se adivinaba, tapando los morenos que ya se iban perdiendo.
Aparqué el coche mal, cosa que no me importó, y dirigí mis pasos hacia la consulta, donde tuve que esperar más rato del deseado. Al menos me refresqué un poco y pude apreciar la diferencia entre la gente de ciudad y los que venimos de pueblo, o al menos hemos renegado de nuestros orígenes urbanitas. Definitivamente son dos mundos distintos sin un nexo común medianamente apreciable.
Enfrente, unos abuelos bastante jóvenes dejan aparcada a su nieta mientras entran en la consulta. En la banca de al lado otro matrimonio espera su turno para entrar mientras llega la señora que va detrás mía. Delgada, con ropa de verano y con cara triste, ocupa dos asientos: uno para ella y otro para el libro que trae. Justo cuando me toca entrar aparece la señora que va delante y retrasa mi entrada en el médico. Cuando por fin llega mi turno me dice lo que ya se y me receta la pomada que espero. A pesar de todo no lamento haber bajado.
martes, 11 de octubre de 2011
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