Hoy, mientras hacía la compra, ha surgido de entre las estantería refrigeradas la solución a mis problemas de alimentación nocturnos. Así que he corrido a coger un paquetito y depositarlo con cariño en mi carro, mirándolo de cuando en cuando como quien se sabe poseedor de un pequeño tesoro.
Esta noche, mientras daba mi paseo, pensaba en la gran sopa que me comería. Así que he llegado a casa, me he duchado y me he puesto a ello. He leído las instrucciones: 1. Poner un litro de agua y verter el contenido del sobre; 2. Calentar durante 20 minutos; 3. Sacar una cuchara y a la sopa.
Obedientemente he procedido, pero restringiendo la cantidad de agua y la cantidad de verdura a echar, porque tampoco se va a cenar uno litro de sopa. He puesto el agua a calentar y he echado las verduras y me he puesto a preparar la súper velada de viernes noche que no les voy a contar para no darles envidia, que como saben es muy mala.
El caso es que el tiempo pasaba, aquello hervía y yo me las prometía muy felices. Pero mi gozo se ha ido directamente al fondo del pozo. Al echar la sopa en el bol pareciera como si el caldo y las verduras se hubieran peleado mortalmente. Las verduras estaban correctamente cocidas. El caldo había adquirido un color verde tipo menta poleo o té verde. Pero la cosa no casaba.
He procedido a ingerir el preparado, recordando entonces la importancia de la sal. Cada cucharada era una llamada perdida a la tierra del sabor. Así que, cuando se me acabó el saldo de tanto llamar, he acabado con la verdura y he tirado el caldo por el sumidero, prosiguiendo con la cena y su discurso habitual, con cara triste y pensando en qué hacer con el 70% restante de verduras que espera en la nevera con ilusión.
Menos mal que he comprado unos champiñones y unas zanahorias, a ver qué hago con ellas.
viernes, 21 de octubre de 2011
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Si a esas verduras le añades unos taquitos de jamón, la cosa cambia mucho.
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