miércoles, 13 de octubre de 2010

Silencio

Al abrigo de mi maravillosa lámpara de Ikea, el silencio me rompe los oídos. Es una sensación que me encanta. Como la de pasear sin ser visto.

Si por algo me gusta el turismo en el extranjero es por la muy remota posibilidad de ser descubierto. Me encanta ser anónimo en las calles, que nadie sepa de ti. Ser un cliente más, un pasajero más, un turista más. Un número. Alejado de todo. Que nadie te reconozca, que nadie espere nada de ti. Un puntito en el océano. Un infinitésimo.

A pesar de ir acompañado, me gusta abstraerme, pensar que voy solo. Es cuando mejor oigo mis pensamientos, aunque prefiera no hacerles caso. Pensar en el pasado y en el futuro. Y pasear, sin destino fijo, sorprendiéndome de llegar a un sitio, aun sabiendo que está ahí...

También me gusta la irrealidad de los viajes en carretera. Vas sentado, tranquilamente, oyendo buena música, y parece que el exterior no existe. La carretera es un sueño, los coches pasan como si fueran estrellas fugaces, el paisaje aparece y se difumina en cuestión de segundos. Se pone el sol, sale la luna, llueve, hace viento, vuelve a salir el sol... Pareciera que aquello que no pisamos con nuestros propios pies o vemos tras un cristal no sea tangible. Y, curiosamente, es real.

No se qué tiene que ver el silencio con esto.

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