Acabo de llegar a casa. Día interminable, con dolores fingidos y penas que se esconden porque, a fin de cuentas, uno tiene una reputación que mantener.
Por el balcón se cuela el verano, con sus ruidos de negocios que cierran ahora, cohetes que celebran victorias futuras y cuartos de finales de ligas europeas de bares cercanos.
La lámpara ilumina la habitación, con su suave luz entre amarilla y naranja pastel. El silencio ensordece mis tímpanos, tan solo lo acallan los coches que bajan por la calle y un perro que ladra, lejos.
Me sigo preguntando qué hago aquí, por qué pasan según que cosas. Y si debería irme duchando ya.
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