jueves, 10 de octubre de 2013

Tercera hora

Ahora que estoy aquí, un poco absurdo, en esta mesa ante el infinito y nada simétrico pasillo, me doy cuenta de los detalles del edificio. La línea que sale de debajo de la puerta de la pasarela, de losetas mal colocadas en el suelo. Es una línea negra que se estrecha a medida que se acerca a mi y se pierde sobre la mitad del pasillo.

También veo las cicatrices de la instalación eléctrica, remozada gracias a la venida de la informática. Curiosamente, al entrar en las clases las glamourosas regletas cuadradas se convierten en tubos circulares, de esos que pasan por ahí y que son el símbolo de la dejadez y la premura.

Al final está la puerta, que comunica con la pasarela y el otro edificio. Hay en él una gran ventana circular. Siempre me ha fascinado la luz que, en los amaneceres de la primavera tardía, entra por ella. Un amarillo intenso que se va diluyendo conforme el sol sube y calienta los muros de los edificios. Un amarillo intenso que se refleja en el color apagado de las losetas y logra cegarte, con la fuerza propia de los días de verano, en los que el curso acaba y, de alguna manera, nosotros cambiamos.

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