Ya caída la tarde dije que saldría de culo, pero al final salí de cara. Mi hermana asumió mi incoherencia con total normalidad, supongo que ya estará acostumbrada. Al poco rato ya estaba en la autovía, no sin antes decidir parar en al gasolinera a repostar.
Siempre suelo repostar cuando queda un cuarto. Básicamente, para evitar que los posos del combustible pasen al motor y para que el palo a la tarjeta sea más disimulado. Así que puse el intermitente y dejé que Nicolás se parara, como de costumbre, amorosamente al lado del surtidor número uno. Apagué la radio, el climatizador, las luces y me puse el guante protector. Apuré bastante la manguera, que todas las gotitas las paga uno, y acudí a pagar armado de mi DNI, mi tarjeta y la Iberia Plus, que me hace acumular unos puntos que no quiero para nada y que no voy a usar, pero que me hace ilusión coleccionar.
Había cola. Es raro, pero había cola. Un chaval que iba a pagar la gasolina y, de camino, comprar unas patatas y un cropán. Hay que estar muy desesperado para comprar las cosas en las gasolineras, más que nada porque han copiado el modelo imperante en los aeropuertos, cosas que en el súper puedes comprar a su precio normal pero que en este tipo de comercios pagas a un precio digno de economía basada en el ladrillo. El caso es que la cajera no tenía su mejor día y se hizo un lío. Mientras se desliaba, el chico de la parejita que me seguía en el orden de pago jugueteaba con una minibotella de Red Bull que al final decidió no comprar. Su compra, por fin, consistió en más cropanes, agua y patatas fritas. 5,25€. No había comunicación entre la chica y el chico a la hora de repartirse el pago de la compra. Al final ella sacó un billete de 5 y él pagó los céntimos restantes. Y por fin me tocó a mi.
Yo soy un cliente de poca monta, he de admitirlo. Reposto, pago y me voy, aunque reconozco que miro con deseo aquellos productos que me ofrecen. Alguna vez, como dispendio mayúsculo, he comprado chicles de menta, pero después de un reciente trauma he dejado de comerlos y, por tanto, de adquirirlos.
Al pagar, el chisme lector de tarjetas, llamado TPV, comenzó a hacer ruidos extraños. Al ver la cara de confianza de la cajera, no me preocupé. Pero al devolverme la tarjeta me comunicó que había sido agraciado con un lavado gratis. "No para ti, para el coche" se apresuró a puntualizar. A mi imaginación no le dio tiempo a activarse. Eché de menos la fanfarria y el despliegue de globos, confeti y renos matutino, pero el escaso valor del premio lo justificaba. Así que dí las gracias y me metí en el coche, comunicándole nuestra suerte y volviendo a poner a cero todos los contadores, tal y como mandan los cánones de la conducción.
domingo, 18 de noviembre de 2012
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