martes, 25 de diciembre de 2012

Nochebuena

Acabo de cenar. Bueno, en realidad hace un buen rato que he acabado pero, por ser Nochebuena, hay que hacer algo de sobremesa antes de huir de la incomodidad de las sillas al ordenador más cercano. Cualquier otro día, a estas horas, rebosan las redes sociales que habito de las que me resulta tan complicado escapar. Pero hoy no, son las doce de la noche, el Niño está a punto de nacer y aquí estoy yo, con un entripado importante, delante de la pantalla del ordenador, que extraño si sé que no tengo cerca.

Nunca ha habido alegría en esta casa en Nochebuena. Cuando iba por mis tíos miraba a la casa de Pepe, el tendero, y oía tocar las zambombas y cantar villancicos. Y eso que no creían. Nosotros, tan puritanos en la fe y sus dogmas, nos limitábamos a celebrar la cena y, una vez acabada, disolver la reunión, que tampoco era plan. Mi tío Paco sí se quedaba un rato más, pero poca historia. Había que conformarse. Siembre hubo que conformarse.

Ahora la Nochebuena es lo mismo, pero con menos gente y más gatos. Ya ni ponemos el lavavajillas, que desde el arreglo de la cocina siente nostalgia de los otros electrodomésticos y, en venganza, hace saltar los plomos. Tampoco pongo el Belén en mi cuarto, básicamente por las prisas de la venida y la pena de la ida. Es como descafeinar las fiestas. O como la Navidad en cápsulas, pero sin máquina que las procese.

Supongo que lamentarse del pasado no tiene mucho sentido. Ayuda a hacer terapia, pero poco más. Aunque debería ser más que suficiente.

Por cierto, feliz Navidad.

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