miércoles, 12 de diciembre de 2012

Salzburgo III

El día amaneció par de número pero impar de tiempo, por lo que tocó nieve. Hay una diferencia notable entre el agua y la nieve, siendo ambas la misma cosa en el fondo. El agua es bien recibida, puesto que es la base de la vida, pero sólo la nieve nos provoca esa sonrisa, esa magia de sentirse envuelto por el abrazo del invierno que hace brotar en nosotros ese lejano recuerdo de la niñez.

Comenzamos variando un poco la ruta, buscando otro puente peatonal que nos llevara al centro histórico. Nos quedaba aún un palacio por visitar, con sorpresa musical en la baranda incluida. Amplios espacios, con algún que otro coqueto rincón.

En el mercado nos esperaba una tarta de manzana. Mañana festiva, llena de gente que buscaba las compras de Navidad. Partimos, tras un intento frustrado, en busca de un palacio que resultó estar cerrado, pero que albergaba en sus jardines otro bullicioso mercadillo. Dimos otra vuelta rápida pero lo realmente bello eran sus nevados jardines.

Escapamos del bullicio por una esquina, adentrándonos en el blanco. Un paseo bordeado de árboles nos guiaba hacia el otro lado del recinto. Caía la nieve, sin prisa pero sin pausa, mezclándose con los copos que el viento empujaba de los árboles dormidos por el invierno. A medida que nos adentrábamos en el bosque el frío iba apoderándose de mis piernas, pero merecía la pena la incomodidad por la estampa.

Nos adentramos de nuevo en la calle principal, rodeada de tiendas, de belenes, antigüedades y fruta bañada en chocolate. Descubrimos un jardín, con fuentes que en verano juegan con el desprevenido turista, pero que en invierno descansan, pues no es plan de hacer sufrir de más a los que vienen a este lugar.

Un autobús de vuelta nos condujo de nuevo al centro, a comer a un restaurante en el que la camarera, una señora alemana, tenía una prisa un poco ineficiente. Cuando falla el inglés poco de puede hacer aparte de señalar con el dedo, que será feo pero es práctico, y rezar por que la Providencia ilumine al camarero de turno. Al menos, nos cobijamos un rato del frío.

De nuevo, el bullicio de los festivos. Excesivo quizá. La gente se apretujaba entre tiendas, calles, mercados... Un tanto sobrepasados, nos alojamos en un Bistro-Bar a tomar una infusión y a engañar un poco al frío, justo antes de dirigirnos a ver la cabalgata de los dioses de los Alpes, que te consiguen la felicidad si te zurran. Pensé que el hecho de sacar fotos, o fingirlo, daba al visitante una cierta protección, pero pronto comprobé que no era así. Pero al menos fue solo una vez.

El estar tan parados nos hizo congelarnos, así que sin acabar de ver el desfile volvimos a casa, caminando para intentar entrar en calor. Ahora tocaba hacer la maleta. Hay que volver. Para quizá, en un futuro, volver cuando el blanco deje paso a la paleta de la primavera.

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