viernes, 7 de diciembre de 2012

Salzburgo I

Hace un frío que pela en la muy noble villa de S. adonde hemos venido a pasar el puente, a ver sus mercadillos, a hacer fotos y a, en parte, huir de nosotros mismos y de nuestro estómago. Hay que reconocer que la entrada triunfal que hicimos, sin madre y sin transporte, pudo resultar descorazonadora, pero unos copos de nieve se extienden tapando todo con su blanco manto.

A pesar de todo, salimos a pasear, con frío. Empezó a caer la nieve sin piedad, para nuestro regocijo e indiferencia de los nativos. Buscamos la oficina de turismo para comprar las habituales tarjetas de descuento y pusimos rumbo al castillo-fortaleza, funicular mediante, un agradable paseo que evita kilómetros de cuesta. Una iniciativa recomendable para los senderos dominicales.

La altura siempre da bellas vistas y en este caso no iba a ser menos. Pero lo que más me llamó la atención era la solitaria casa enmedio de un rectángulo blanco, que en verano parece ser verde.
Un paseo por el interior de la fortaleza nos hizo comprender mejor el pasado de esta ciudad, de sus habitantes gobernados por su arzobispo y por su bramante órgano, que resonaba en todo el valle.
Bajamos de nuevo y nos sumergimos en los mercadillos, llenos de gente a pesar de ser día de trabajo. Se nos apareció la catedral y la visitamos en penumbra, ayudados por las velas de ofrecimientos, gracias y súplicas. Y visitamos otras iglesias, como la de san Pedro, con cementerio adyacente y catacumbas curiosamente en las alturas. La nieve caída daba una mayor gravedad al camposanto, pero lo hacía quizá un poco más amable.
Después de comer nos asomanos al río, que discurría manso por el meandro que traza por la ciudad. Un puente peatonal lleno de candados recuerda amores presentes o quizá ya extinguidos, porque cuando acaba el amor nadie se acuerda de romper un trozo de hierro. Y también quizá porque la llave, en el fondo del río, no vale morir congelado. Ya no se hacen sacrificios por amor.
Un paseo por la calle de las tiendas hasta que llegamos a la casa del genio, que visitamos. Y, al salir, un té en una cafetería de la ciudad, donde la gente deja los abrigos a la entrada sin resguardo, donde se puede fumar y jugar al ajedrez. Y hasta comer un trozo de tarta si se tercia.
La noche cae pronto. Ni siquiera son las seis. Sigue nevando con fuerza. Los mercados se llenan y seguímos paseando por los mercados, encontrando rincones únicos, íntimos, coquetos, difícilmente descriptibles con palabras o fotos, puesto que solamente viviéndolos se pueden comprender.
El sol acostado nos infunde algo de respeto y volvemos a casa. Compramos fruta en un mercado, por piezas y no por kilos.
La nieve sigue cayendo. Se acumula sobre la mesa de la terraza mientras charlamos ante la chimenea sellada.
Fuera tiene que hacer mucho frío.

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