Seguimos con el papeleo del mas allá. Parece que se le va viendo el fin y mi abogada, aprovechando mis vacaciones, me ha mandado por el testamento. A pesar de haber sacado miles de copias compulsadas y no se cuántas cosas más hay que pedir el documento, que no informen, así que allá que me he ido esta mañana.
Al salir no hacía excesivo calor, a pesar de habernos alertado de forma amarillenta, o anaranjada, por calor. Antes, cuando las gitanas sólo acosaban a los turistas, nos asábamos de calor y no nos decían nada. Al menos que sirva de algo la forma de requisar de nuestras diversas administraciones.
El primer problema es que me han mandado a una dirección inexistente, pues el número 51 no existe en esa calle. Pero al ver un edificio rimbombante que ponía "Ilustre Colegio Notarial" deduje que era ahí. Me encantan los tratamientos de determinados colectivos. Te sablean y, por ello, son ilustres.
Por mi falta de concentración al teléfono, decidí hacer copia de los documentos que llevaba. Pero de ahí vino el segundo problema, no encontraba una fotocopiadora. Y tampoco tenía idea de dónde podría haber alguna. Así que guiado por mi instinto, decido sumergirme por las calles de la zona, bastante inmundas, por cierto. Casas de postguerra, pensiones rehabilitadas y fachadas que se caen en venta, pero que dejan entrever un pasado relativamente acomodado. Me paro en los nombres de las calles. A mayor rimbombancia del mismo, mayor inmundicia de calle.
En una esquina encuentro una fotocopiadora. No es la que busco, pero a buena fotocopiadora no le mires la caraja del dueño. Que, afortunadamente, no era así. Salgo con mis documentos en busca de confirmar mis sospechas testamentarias. Y allá que me planto, delante del portero.
Llamo y me abren. Se me ofrecen dos posibilidades, oficinas y nacionalidad. Como temo que la segunda no puedo devolverla, paso a la oficina donde en un principio me desorientan diciendo que me faltan papeles. Una segunda lectura pausada de los documentos adjuntos me permite acceder a un patio habilitado de oficina, donde con los documentos originales y treinta triqui-triquis, también originales, me emplazan a una llamada telefónica, donde me informarán de cuándo puedo recoger el documento y si hace falta que siga pagando. Porque la vida del heredero es, básicamente, pagar y rezar.
Salgo de allí y busco unos regalos para mi sobrino. Luego, el pan. Y regreso a casa pensando que los turistas de amplio volumen no deberían pasear por según que barrios.
jueves, 25 de julio de 2013
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