A veces vuelvo la vista atrás. Quizá más de lo que debería. Pero el caso es que lo hago. Siempre he pensado que es bueno repasar el camino que se ha recorrido y, al verlo, examinar los sentimientos que salen del corazón.
Ayer, mientras subía en el ascensor lo hice. Me pregunté qué queda de aquel niño que un día fui y que se ha convertido en lo que es hoy. Aquellas cosas que le pasaron durante tanto tiempo y que, con tanta paciencia, humor y dolor, fue asimilando.
No sé exactamente el momento en el que todo cambió. El momento en que, silenciosamente, alcancé la cima en la que me dicen que estoy. Mientras despierto la admiración y la felicitación de los demás, yo sigo viendo aquel niño encerrado en aquellas cuatro paredes que, a pesar de todo, han sabido mantener un tamaño adecuado para contenerme.
He aprendido a no creer. Es bueno, porque elimina el dolor de mi vida, y hace que siga adelante cada mañana, cuando me levanto, sin cuestionarme demasiado los porqués, quizá porque no los hay. Lo único a lo que aferrarse es a seguir. Ya pagué con dolor creencias del pasado. Por fin creo que aprendí de mis errores.
domingo, 15 de enero de 2012
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