Estabas hablando, pero yo no te oía, justo cuando el camarero llegó con los cafés. Tu "Gracias" me rescató de dondequiera que estuviera en ese momento y entonces me fijé en tu cara, en tus ojos verdes y en tu pelo rizado. Presentiste que algo debía ir mal cuando, al ver que te miraba, volviste la cara, como llamando sin llamar a un camarero que ya se había ido a cobrar con el importe justo.
Quisiste convencerme, pero no te creí. Hace mucho que dejé de creer en las palabras que entran por mis oídos, así como en los gestos que ven mis ojos. ¿Sabes lo mal que se siente uno cuando se autocensura en las creencias? Me decías que todo fue un error, en el fondo era en mí en quien pensabas mientras te deshacías en otros brazos, mientras escapabas de los suyos para perseguir otros nuevos. Que tus ojos en realidad me miraban a mi cuando otros rechazaron dedicarte apenas un soslayo.
Y ahora, ¿qué decir ante estas palabras? Las guardo mientras muevo el sobre de azúcar, que ahora nada en el café. Se crean remolinos en los que se disuelve, haciendo presión hacia el suelo de la taza blanca con el filo gastado y con un dibujo de colores y con una palmera. Supongo que me apremiarás con la mirada, pero mi atención se va hacia los posos del café, que suben y bajan mientras agito el contenido de la taza. Y entonces me doy cuenta que no soy más que eso, pequeñas partículas negras, que quedan para el final y que todo el mundo tira. El sorbo que nadie aprovecha.
Pero, en esta ocasión, cuento con una ventaja.
domingo, 1 de enero de 2012
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario