Salgo a dar una vuelta, con la excusa de comprar un libro. En principio creo que me va a acompañar el fresco, pero me equivoco estrepitosamente ya que en el centro me sorprende un verano que todavía no se ha ido. Paso por una tienda que quizá me sea familiar en un futuro, pero no entro. No hay nada que quiera comprar ahí.
Veo la hermosura de un edificio bien restaurado, con su fachada blanca y gris clara. Me refleja el sol de septiembre, que tantos buenos recuerdos me trae. Veo el otro extremo, un solar de un edificio que ya han derribado, que deja al aire los huecos de patio del edificio contiguo, mostrando la vida de unos vecinos antes resguardados. Llego a la librería y, como preveía, el libro no está. Recuerdo de otros dos posibles sitios donde lo puedo encontrar y dirijo allí mis pasos.
Cada vez me siento más extraño en esta ciudad. Me lo confirma el anterior cliente en la segunda librería. La pregunta es demoledora "¿Ese libro no es para la escuela de aquí, verdad?" Aplico la correspondiente explicación que a nadie interesa, pero no se por qué yo siempre doy. Me quedo más tranquilo.
Me encamino hacia la tercera librería. El calor me cansa. Llevo varios días sin dormir bien. Necesito ya la rutina del invierno, porque esta media velocidad, estas medias tintas me matan. Entro y compruebo que no hay rastro de lo que busco. Cuando estoy a punto de desistir, recuerdo una sucursal de esta misma librería y allá que me voy. Afortunadamente no está lejos. Entro sin dejar salir y salgo sin dejar de preguntar. Opto por el plan b, aunque podría encaminarme a una gran superficie. No me apetece. Siempre pienso que me van a pitar los arcos de seguridad. Qué idiotez.
Vuelvo a casa. Tengo hambre.
sábado, 17 de septiembre de 2011
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